domingo, 21 de agosto de 2011

Los niños

Una de las cosas que más admiro de los kichwas es su forma de criar a los niños. Ellos tratan a los niños de tu a tu, sin paternalismos ni condescendencia. Los niños son atados con una sábana a sus madres hasta que aprenden a andar. Así los niños crean un lazo afectivo con su madre que se transforma en veneración y respeto hacia ellas para siempre.

Cuando los niños aprenden a andar, andan solos para el resto de sus vidas. A los niños no se les coge en brazos, andan como los demás. No se les hablan con diminutivos ni estupideces varias, que los relega a meros seres idiotas sin razón, caprichosos y holgazanes. Los niños ayudan en cuanto pueden, en la casa, en cuidar a sus hermanos. Y así van aprendiendo de la vida.

Una de las cosas curiosas que observé en el Oglán, es como una adorable niñita de 3 años era completamente autosuficiente, andaba el día correteando descalza y hablaba castellano perfectamente además de entender kichwa. Cuando las chicas españolas vinieron, comenzaron a tratarla con condescendencia y ternura desmesurada, como si fuera un peluche que achuchar. La niña en cuestión de días dejó de hablar castellano, y solo emitía ruiditos ridículos de niño pequeño, se volvió caprichosa y egoísta, viviendo para llamar la atención.

Dadora de vida

Uno se despierta por la mañana, a las cuatro de la madrugada, para beber guayusa y purificarse por dentro. Luego se va a ver los saladeros de pájaros y observar las bandadas de loros y tucanes sobrevolar en el amanecer los cielos tropicales.

Se pasa el día en la chacra, donde se planta yuca, banano y maíz. Se pasea por el bosque y se recogen frutas para comer mientras se bebe chicha. A la tarde se va a cazar al monte los animales que salen al anochecer.

A media noche, las aguas cristalinas del río sacan a flote los peces que se quedan quietos, esperando ser recogidos por los hombres. Pero solo un pez por persona. Y es así como la selva, es dadora y proveedora de vida.

Hermano Jaguar

Se cuenta que un día un militar fue a Lago Agrío, al norte de la Amazonía, en la frontera con Colombia, para vigilar que no hubiera caza furtiva. De camino este hombre estaba ansioso por volver a Quito con un puñado de buenas historias de la selva que contar ante familiares y amigos.

Un día detuvo a un hombre para interrogarlo por la caza intensa de jaguares en la zona. Este hombre era un cofán que habitan esa parte de la Amazonía. El hombre para salvar el pellejo, contó al policía que él nunca cazaría un jaguar, que para los cofán estos animales eran hermanos fallecidos reencarnados a los que respetaban y cuidaban.

A la vuelta, el militar contó esta historia en Quito y todo el mundo exclamaba fascinado por la historia de un pueblo tan sabio. En la Amazonía los cofán se ríen de la mentira tan tonta que este hombre le había contado al policía para salvar el pellejo.

Y es así como se forman muchas de las leyendas e historias falsas sobre los indígenas amazónicos. Por olvidar que son seres humanos y que también poseen su picardía.

El eterno empezar

Una de las cosas que más me llamaba la atención antes de venir aquí era saber que yo iba a cambiar. Mi ilusión aquí era forjar una nueva personalidad, cambiarme para siempre, templado en las experiencias extremas que viviría en la Amazonía. Volver a empezar siendo un nuevo Carlos, mejor y más fuerte.

Pero lo curioso ha sido que tras vivir momentos tan duros, situaciones de vida o muerte relativas, de estar sólo en la frontera de todo, de luchar contra mis peores demonios y hablando en plata, de echarle tantos cojones a esta odisea, no haya visto cambio sustancial en mí. Sigo siendo yo, sigo siendo Carlos Benítez, el mismo tipo, para bien o para mal. Se podría decir que soy más sabio, que tengo más huevos ahora, que tengo claro que hacer con mi vida, y que no le temo a lanzarme al vacío por una causa que yo crea correcta. Pero en esencia, yo ya estaba formado, yo ya era yo, y he tenido que venir aquí para ser consciente de ello. Y como todo en la vida, lo que le da la ilusión al día a día, es vivir en un eterno empezar, ahora tengo que empezar a aceptarme y quererme, que es un ejercicio mucho más complicado que el de encontrarse.

La belleza y otras tonterías

Andaba yo en las faldas del volcán Tungurahua, en un lugar llamado Baños. Este es un pueblito turístico donde hay baños termales y ha sufrido el ataque del volcán muchas veces a lo largo de su historia. Es más, en ese momento el volcán estaba en actividad y no se podía uno acercar mucho a sus faldas.

Habíamos llegado hasta un mirador, con un grupo de chicos españoles y mirábamos a la cima del volcán, envuelta en bruma, por tanto no se veía nada, solo nubes. Esperamos un rato y decidimos partir decepcionados por el mal tiempo.

Justo antes de partir la bruma se aparta y el pico nevado se eleva entre las montañas verdes y fértiles del oriente andino. Es una visión espectacular.

- Tampoco es para tanto, solo es una montaña nevada un poco más alta que las demás – dice una chica del grupo.

Mientras, ante mis ojos, el volcán adquiere las características de un dios antiguo y poderoso, que otorga la vida o la muerte, la fertilidad o la podredumbre, la buena o la mala suerte a los habitantes de sus dominios. Lo imagino chorreando lava candente por sus laderas, lo imagino poderoso formando el mundo, calentando el agua, creando vida. Y fascinado ante mis ojos corre ese mundo mágico en el que vivo, maravillado ante tanta belleza.

Despierto de mi ensimismamiento y corro tras los demás que ya andaban lejos. Y es entonces cuando pienso, que definitivamente, la belleza habita en los ojos del que mira.

Kutu, el mono rojo

Yo soy Carlos Benítez Trinidad según mi carnet de identidad. Pero para los kichwas no eres realmente alguien hasta que tienes un apodo acorde a tus características. Al parecer, tras mucho meditarlo me nombraron Kutu, que es un mono grande rojo que habita los bosques primarios y que posee una gran barba, algo así como yo.

Entre risas me dijeron que semanas antes de mí llegada una manda de kutus había pasado por el Oglán. Yo medio en broma les dije que estaban anunciando mi llegada. El estruendo de las risas fue refrescante y aún más las miradas aprobatorias de los kichwas, pueblo amable y hospitalario.

Kutu, el mono rojo.

Hemingway, el muy cabrón

Por avatares de la vida, que es caprichosa y juguetona, tengo gran parte de lo que soy lejos de aquí, esperándome para completarme. Estoy pasando varios días en el interior del Oglán, lejos de todo. Me acomodo en la hamaca, balanceándome tranquilamente mientras la selva canta alrededor mío, el murmullo del río refresca mis oídos y yo dormito tranquilo.

Me asalta su rostro en la oscuridad de mis párpados, vivo sus caricias, sus palabras amables, su carita benevolente rebosante de inteligencia. Y abro los ojos maldiciendo la vida, la distancia, el orden de las cosas y el maldito tiempo libre que te acecha en cada esquina de este lugar tan lejos de los tiempos del mundo.

Para despejarme y no pensar en mi vuelta a Europa y reencontrar la parte de mí que olvidé allí, cojo uno de los libros que traje al bosque para devorar en los momentos de ociosidad. Es “Adiós a las Armas” de Ernest Hemingway, donde narra sus desventuras en el ejército italiano durante la Primera Guerra Mundial y su historia de amor con una enfermera inglesa. Y lo describe todo, la belleza de la Lombardía, de su encanto, de cómo nace el amor allí, casi sin querer, entre el estruendo del mundo estallando sin sentido a su alrededor.

Y es leyendo esas líneas que sé que ha pasado, y es que esa parte olvidada de mi es lo que siempre quise, lo que siempre deseé. Ya lo amaba antes incluso de tener conciencia de ello, ya estaba enamorado desde siempre, pero nunca supe su nombre, nunca su rostro y ahora lo había encontrado.

Entonces miré la portada del libro donde una enfermera besa a un soldado herido y pensé.

- ¿Tú también Hemingway, hijo mío?

Pues sí, había sido él. Hemingway, el muy cabrón.

La boa del Arajuno

Pablo López fue el ideólogo del CEPLOA, de mantener el bosque virgen, un poderoso yaccha que vivió con honor toda su vida. Sus hijos hoy son gente respetada en todo el pueblo y los alrededores.

Un día Bolívar Tanguila estaba bañándose en el río Arajuno, entre sus aguas color cacao, y notó que algo le agarraba la pierna. Las historias cuentan que una boa malvada habita sus aguas y coge a los incautos. Para Bolívar no había duda de que quien le agarraba era la boa y que lo arrastraba a las profundidades del río. La lucha estaba perdida a pesar de batallar con todas sus fuerzas para nadar fuera de la corriente.

Con desesperación gritó:

- ¡Pablo López no permitas que muera hoy, tengo mujer e hijos y una larga vida por vivir!

Entonces cuenta que una enérgica fuerza lo lanzó contra la orilla por los aires, como si hubiera sido golpeado por un camión. Y así dice que pasó, como Pablo López sigue velando por la gente de Arajuno y luchando contra el mal, más allá de la muerte.

Habitantes ocultos del bosque

Bolívar Tanguila es un buen amigo. Tiene el mejor karaoke del pueblo y siempre me recibe con una sonrisa, chuchuguaso y amabilidad. Un día que alcanzó el suficiente grado de confianza conmigo me explica sobre los habitantes ocultos de la Amazonía, con los cuales él ha tenido varios encuentros.

Uno de ellos, fue que un día caminando por la selva mientras caía el calor a chorros entre las copas de los árboles primarios y los mosquitos le atacaban con furia asesina vio en mitad del camino una persona que le cortaba el paso. Le llegaba por debajo del pecho y tenía una melena que le cubría el rostro, entre las manos sujetaba un hacha y aunque no le veía el rostro porque el cabello se lo envolvía, sabía que le estaba mirando fijamente. Según me dice es un duende que habita en los grandes árboles y que cuando se cruza en tu camino no puedes mostrar temor, no puedes correr, ni gritar, no puedes dejar que te huela el miedo. Si no, te mataría sin compasión y la selva te tragaría para siempre.

Así que lo miró fijamente, por lo que él cree que fueron horas, el rezando en su interior, en silencio, ni si quiera los ruidos habituales de la selva le rodeaban. Y al tiempo, el duende se acercó a uno de los árboles primarios y comenzó a golpearlo con la parte plana de la hoja del hacha y un ruido estridente y rítmico invadió el bosque. A eso que Bolivar se fue y dio gracias a la selva por haberle permitido vivir y se sintió orgulloso de sí mismo por haber sobrevivido gracias a su valor.

Contrastes

América Latina es un lugar fascinante. La gente en general es de una calidad humana apabullante, siempre con ganas de ayudar, hospitalarias y amables. Pero aquí conviven los contrastes más radicales. Ya que conviven con la violencia y la muerte tranquilamente. Es como el alma humana más pura que pasa de la benevolencia más absoluta a la más destructiva e irracional violencia.

Como ejemplo diré que un día, viniendo de Baños del Tugurahua con un grupo de chicos españoles que en ese momento recibían unos cursos en el Oglán, habíamos conseguido que un hombre con su camioneta nos llevase directos desde las faldas andinas hasta el interior del bosque. Yo iba dentro con él y su anciano tío, señalándoles el camino.

El hombre era puro corazón, amable, sonriente. Campesino colono de la carretera hacia Macas que vivía de lo que conseguía vender de su finca en Puyo. Un hombre sencillo y agradable. Un momento me habló de que robaban ganado y otras cosas en las fincas, cuando le pregunté qué solución tenía él para esa situación me contestó:

- Cojo la carabina y uno nomás me basta.

- ¿uno nomás?

- Un disparo nomás y ya está.

- ¿Lo ha hecho usted alguna vez?

- Claro

Al otro lado del asiento su tío asentía las sabias palabras de su sobrino. Y siguió hablando de las buenas que eran sus vacas y lo generosa de esta tierra y que cuando quisiera podía visitar su finca y beber cervezas juntos.

Y así sin más, se habló de un asesinato como si nada. Al mismo nivel de preocupación o quizá menos, que el hombre ofrecía a una plaga que estaba diezmando a sus gallinas.

Pruebas de valor (2)

Es una putada ir en el cajón trasero de una camioneta durante dos horas por una carretera como la que hay entre Arajuno y Puyo, ósea, una carretera sin asfaltar. Si a eso le sumas que viajas con 4 kichwas, 3 de los cuales están tan borrachos que andan peleándose y discutiendo continuamente, tendrás en consecuencia uno de los grandes placeres que ofrece la Amazonía.

Especialmente uno de los borrachos, que a pesar de haberle repetido treinta veces que no soy gringo, me sigue hablando en inglés y riéndose de mí en castellano, como si no entendiera el idioma de Cervantes, así que opto por ignorarlo. Al rato, comienza a hablar de que tiene una pistola y que donde él vive podría matarme y nunca iría a la cárcel porque nadie sabría de mí. Mientras, gesticula que tiene una pistola y me dispara, no sólo cree que no hablo español sino que también soy idiota. Ya la sangre me hierve, es entonces cuando entre el estruendo de las piedras crujiendo bajo el coche a toda velocidad le grito.

- A lo mejor soy yo quien coge una pistola y te vuela esa puta cara fea que tienes. Antes de que puedas hacer nada te mato yo a ti gilipollas, por mis cojones que te mato.

Mientras yo ya calculaba las posibilidades de un enfrentamiento, para mi sorpresa, el hombre sonríe, me da la mano y se calla. Al rato el borracho duerme plácidamente y el resto de integrantes de la camioneta también me miran satisfechos y en silencio. Al parecer era otra puta prueba de valor, como tantas ya me han hecho pasar y de las cuales no me entero de que están ocurriendo hasta que terminan.

La maldad el corazón del mundo

Los sagras son la contrapartida de los yacchas. Sagra significa brujo y son hombres sabios de la selva que han consagrado sus vidas a la maldad. Ellos mandan enfermedades, maldiciones y muerte a los seres humanos. Han estudiado durante toda su vida las peores formas de atacar a los hombres y como luchar a base de maldiciones y chamanización contra los yacchas que los odian.

Pero los sagras no tienen fin, porque los hombres los necesitan, les piden atacar a un enemigo, maldecir sus cosechas o su ganado, aniquilarle la chacra, destruir su casa, averiarle el carro o regalarle una enfermedad. Y es así, como en el corazón del mundo, no solo está el bien, sino que también tiene espacio y continuidad la maldad, porque al igual que el corazón humano, es un lugar de lucha constante entre las fuerzas del cosmos.

Los misterios del bosque

Uno de los misterios que más me atraen y fascina del bosque, es el de las sacha warmis. Literalmente significa mujer de la selva. Para los kichwa estas mujeres viven cercas de las montañas y aparecen a los forasteros cuando estos van solos en las noches por senderos cercanos a montes y montañas coronadas de selva. Para los kichwas y las culturas amazónicas la vida nace del agua y defienden que debajo de los grandes ríos hay ciudades y en las entrañas de las montañas también. Las mujeres de la selva son mujeres de estos lugares, que buscan desposarse con un ser del exterior. Muchos hombres han tenido la experiencia de encontrarse con una. Son mujeres bellas, blancas de piel, de pelo oscuro y ojos misteriosos. Ellas te invitan a seguirle, y según dicen muchos hombres han ido con ellas y no han vuelto jamás, seguramente porque hayan preferido quedarse a vivir en las ciudades del subsuelo antes que volver a la superficie, por amor o por comodidad. Me dice Bolívar que para encontrar una de forma voluntaria hay que ayunar y beber tabaco en jugo, y con el espíritu lleno de esa planta sagrada, lanzarse al bosque por la noche y solo, a caminar por horas, es entonces donde hay probabilidades de encontrarse con una sacha warmi.

Yo como experiencia contaré que la noche de la ira del Oglán, los truenos iluminaban por segundos el sendero y yo pensaba en las sacha warmis, sobre todo porque las había escuchado en el sendero al medio día (para los kichwas unos pájaros son estas mujeres que aúllan entre los árboles durante el día). Y fue cruzando el río, entre las piedras, con la corriente creciendo, empapado, cuando de repente un relámpago hace de día por un segundo todo el río. A mi lado aparece una mujer, cubierta de algo amarillo que me miraba fijamente. No grité porque me mordí el labio.

Era Nélida, la mujer de Moisés que nos esperaba al otro lado del río con la linterna apagada para ahorrar baterías. El corazón me habitó la garganta por casi una hora.

La montaña del oro

El Centro Cultural de Turismo Comunitario no va bien. Gastan miles de dólares en capacitación y talleres, pero los turistas no llegan a Arajuno, y aún menos a las comunidades socias. No saben que ocurre, porque no hay turistas, porque esos deseados seres rebosantes de plata nunca ponen un pie en Arajuno. Un día fui a visitar y me encontré dando consejos de cómo mejorar el turismo, de hacer un centro de interpretación, de organizar una buena campaña de marketing, etc. Tras la pequeña reunión, me quedo con Miriam, una mujer mestiza desposada con un compañero shuar. Yo le acababa de contar mi experiencia en el Oglán.

- Carlos ocurren cosas, aquí, en la Amazonía que la gente como tú y como yo no podemos explicar. Pero ocurren y debemos reflexionar, si no habremos entrado en un lugar donde lo espiritual y lo real aún no se han divorciado.

Te voy a contar cuando yo fui a Sangay, el gran volcán rodeado por la selva. Allí había una montaña famosa porque daba oro y dos semanas antes había protagonizado una truculenta historia donde un hombre había muerto aplastado por la misma tras querer arrancarle de su pecho sus tesoros sin permiso.

Nosotros fuimos a esa montaña, yo y un grupo de shuar, más que nada por la curiosidad. Por allí cerca pasa un gran río y de las entrañas de esta montaña de oro surge un riachuelo que va a parar a este río casi en línea recta. Allí vimos a una anciana shuar lavando oro. Cuando le preguntamos nos dijo que buscaba oro para sacar a su hijo de la cárcel. Entonces le preguntamos porque lavaba oro tan lejos de la montaña, si allí había conseguido una considerable cantidad de oro, aún más cerca de la montaña conseguiría mayor suma. La mujer nos respondió que la montaña era celosa y tenía mal humor, que mejor dejarla tranquila. Nosotros por nuestra cuenta no hicimos caso y nos acercamos a la montaña, donde enterramos nuestras manos en la tierra de la ladera y conseguimos sacar unas cuantas pepitas de oro. Fascinados comenzamos a excavar frenéticos.

Al poco la montaña tembló y comenzó a llover, a llover mucho. El viento azotó los árboles, lanzándolos hacía donde estábamos nosotros, a zarandearnos y tirarnos rocas desde lo alto. Salimos corriendo riachuelo abajo, hacía el gran río al que luego se unía. Al poco de llegar al río sentimos que el mal tiempo nos seguía, como acosándonos. Los cuatro que habíamos excavado, comenzamos a vomitar, a sentirnos débiles y querernos morir. Para salvar la vida tuvimos que saltar a las aguas rápidas del río y dejarnos llevar hasta que varamos en una playa un poco más abajo.

Yo agarré un machete rápidamente y me lavé el espíritu, mientras recitaba disculpas a la montaña y le prometía respeto futuro. Así nos salvamos, Carlos.

Esta es una tierra llena de tabúes, algunos peligrosos, por experiencia te recomiendo que los respetes.

Tras esto me regaló un collar shuar con mucho cariño y con una sonrisa misteriosa me despidió en la puerta.

Realismo Mágico

Dionisio es un hombre mayor, me hospedo en su casa y muy gentilmente su familia me ha acogido como uno más. Una noche de domingo les preparo tortillas de papas a todos con gratitud. Mientras cocino Dionisio me va contando un poco su vida.

A él lo educaron para ser yaccha (chamán) pero la iglesia católica lo amenazó con ir al infierno por esas prácticas de brujería y desde joven abandonó su prometedora carrera como sacha runa yachay. Me cuenta lo difícil que es ser yaccha, la persecución de las autoridades desde antiguo por prácticas primitivas y denigrantes para la sociedad ecuatoriana. También la dificultad de convivencia, ya que por cualquier razón tus vecinos podían perseguirte y agredirte por chamanizar a alguien, si por casualidad un rival o un mal vecino caía enfermo o aún peor si fallecía.

Mientras la lumbre le ilumina los rasgos acuchillados de arrugas, Dionisio me cuenta que los yacchas están desapareciendo, por el miedo a ser uno, por lo difícil de conseguir que es, ya que tienen que pasar largas temporadas solos en la selva sin nada, porque los jóvenes solo quieren plata y grandes carros, porque ser yaccha significa solo ser eso para el resto de tu vida, por la persecución de las iglesias cristianas y sobre todo porque no queda nadie ya que sea merecedor de serlo.

También me dice que él habla aún con su padre fallecido, que fue un yaccha poderoso, venían gentes de toda la Amazonía y del país para pedirle consejo o para ser sanados y que él no cobraba dinero ninguno. Como vino un fuerte hombre del sur y le robó los conocimientos y ahora vive en Cuenca como poderoso yaccha.

Y mientras cocino, me voy impregnando de ese realismo mágico que nace de las mismas entrañas de estas tierras de fantasía.

El orgullo del inconsciente

Andi fuma tabaco, sólo tiene catorce años y es un experto fumador. Andi agarra el cigarro con dos dedos elegantemente y con un suave golpe con el pulgar tira la ceniza, todo con la gracilidad que da la experiencia. Nos quedamos Fernando y yo sorprendidos.

- ¡Pero hombre, que haces fumando! – exclama Fernando.

Entonces agarra el cigarro Ivan, un kichwa mayor que yo y con el orgullo del inconsciente dice:

- Yo le enseñé a fumar.

Confunde nuestras caras de sorpresa con caras de admiración y sigue fumando sonriendo.

La selva es tímida

Mis pies pisan el bosque protector del Oglán por primera vez. El Oglán es el río que pasa por ese valle y da nombre a todo el bosque. Es un lugar alejado de Arajuno, a una media hora en autobús. Allí la naturaleza aún está viva y no se da el síndrome de “bosque vacío” que hay en varios kilómetros a la redonda entorno a Arajuno y la actividad humana.

Desde un mirador en lo alto de la loma que da inicio al descenso hacia el valle, observo el lugar. Es hermoso, el verde explota en todos los rincones hasta el horizonte, cubriendo los montes, formando olas en un océano virginal que respira columnas de vapor. Los monos chillan, la sasha warmi canta, los mil pies corren por el camino, los árboles se preñan de termiteros y las hormigas agricultoras cargan incansables montones de hojas hacia los hormigueros.

Conozco a Moisés, el guardabosque. Un kichwa agradable, callado y sabio, ha vivido mucho en el bosque y lo conoce bien. Voy también con Fernando y entre los dos me explican que hay que respetar a la selva, pedirle permiso para entrar, con buen corazón y con ganas de aprender. Moisés me ayuda a hacer un ritual de purificación y es entonces cuando nos adentramos en las entrañas del Oglán.

Bajamos tranquilos, respirando ese aire húmedo y fresco que sale de las profundidades del valle. Moisés me señala unas hormigas que tienen un sabor parecido al limón, y así es. Mientras saboreo esas deliciosas hormigas el bosque ruge, desde lejos, avisando. Haciendo oídos sordos bajamos y llegamos a la estación científica. Allí pasamos el día trabajando.

Justo antes de volver, mientras anochece, comemos un poco de huevo con yuca y chicha para reponer fuerzas para regresar. A la vuelta, la noche se nos cae encima y la selva cobra vida. El concierto de insectos y anfibios compagina a la perfección con el rumor del río Oglán. Y es subiendo, a oscuras, con solo la linterna para guiarnos cuando la selva entra en cólera, llevo demasiado tiempo en sus dominios. Empieza a llover torrencialmente, se ilumina el horizonte con los rayos y el estruendo de los truenos azota la copa de los árboles. Un espectáculo sobrecogedor, bello y salvaje. No puedo dejar de maravillarme de aquello, aunque este presenciando la ira del Oglán.

Desde el mirador donde pude apreciar esa mañana el valle, veo entre los destellos celestes, la bruma serpenteando por las estribaciones y el recortar de las crestas cubiertas de floresta, no puedo evitar que me siga recordando al océano. Un océano tormentoso.

Y es hasta que no salgo de sus dominios que el bosque no deja de llorar. Ya fuera, el tiempo se calma, la lluvia cesa, los relámpagos se alejan y el rumor de los insectos vuelve, orbitando eternamente entre las luces del control forestal de carretera.

Volveré al Oglán, pero la próxima vez le llevaré tabaco, y fumaremos juntos, le saludaré, porque pasé la prueba, porque ya somos amigos.

Miles de amantes

La prostituta me acaricia la entrepierna, pero es ahí donde tengo mi billetera secreta con todo el dinero y las tarjetas. Supongo que pensará que no tengo pene o lo tengo escondido, porque no toca nada. No se va de mi lado hasta que le digo que me han traído obligado y que yo no quiero nada, solo irme de aquel antro.

Uno de los hombres que me han llevado obligado a aquel lugar se sienta a mi lado y me pregunta que por qué no quiero irme con la prostituta a un cuarto privado. Le digo que yo solo vine a Puyo a hacer una gestiones e irme, no quiero nada más. Me mira extrañado y empieza a hablarme de él, ignorando lo que he dicho.

Es un tipo bastante charlatán, me dice que escapó a una ciudad llamada Ambato, en el centro del país, porque tenía dos mujeres y no se decidía por ninguna, hasta que las dos le dejaron. Se fue a chupar (beber) hasta morir. Noche, mañana y día bebía sin parar, gastándose dos mil quinientos dólares en dos meses bebiendo o algo así. Este infeliz tiene tres hijos.

Ahora me dice que está bien, que volvió con una de ellas, pero que ya solo quiere estar con ella. Cuando dice eso, habla de una mujer “oficial” pero que tiene amantes por todos lados. Mujeres que pagan el taxi (el hombre es taxista) con su cuerpo, niñas de 15 años con padres controladores, prostitutas… pero de lo que más alardea es de las casadas, tiene cinco casadas con las que mantiene relaciones habitualmente. O eso dice.

Yo le pregunto si su mujer esta con otros hombres. El me niega rotundamente, que él la mantiene satisfecha y que es imposible. Le digo que me parece curioso que esa historia me la han contado bastantes ecuatorianos con los que he hablado y que de ser cierto, que casi todos los ecuatorianos tienen varias amantes casadas, todas las mujeres del país o casi todas, estarán manteniendo relaciones con un amante o varios.

Es entonces cuando este hombre piensa por primera vez en esta posibilidad y coge con rapidez el móvil para llamar a su esposa. Mientras lo hace, yo solo puedo pensar en ti y en este maldito Atlántico que nos separa.

Pruebas de valor

Ha sido un día realmente duro y largo. Me he presentado en todas las instituciones del pueblo, he recorrido el bosque por dos horas, he jugado un partido con los chicos del pueblo para hacer amistad, bañado en el río, luego asistido al inicio de fiestas y bebido cerveza y aguardiente de caña en cantidades industriales. Está finalizando la noche entre canciones populares ecuatorianas en un karaoke local y yo estoy sentado en una esquina, observando.

Un chico llamado Lino, hijo del anciano matrimonio donde me hospedo, se acerca y se sienta a mi lado. Me mira fijamente, con la mirada vidriosa del borracho que ya ha bebido demasiado, pero para los kichwas beber y demasiado, son dos palabras que nunca van juntas.

- ¿Por qué estás aquí? – Me pregunta casi para sí mismo, y antes que pueda responder continua – no, no ¿Por qué chicos españoles vienen y chicos ecuatorianos nunca van a España? ¿Por qué nos tratais tan mal? ¿Por nuestro color de piel? ¿Sois racistas? Nosotros no os necesitamos, tenemos nuestra cultura milenaria, rica y sabía, con grandes conocimientos. Tenemos la selva. Tú no vas a hacer nada por nosotros, ya que no hay nada que hacer por nosotros. Yo tengo dinero, yo podría pagar la cerveza de este local a todos. Tengo una empresa de construcción, maquinaria, miles de dólares. Yo tengo una novia española, que viene todos los años a buscarme, pero yo no la quiero, solo quiero estar con ella para follar. Yo soy un hombre honrado, tengo mujer e hijos y cuido de ellos. Los indígenas somos gente solidaria con nuestro pueblo, no como ustedes que vinisteis a joder, que matasteis al pobre Atahualpa. Aquí no vales nada, la vida de un hombre no vale más que la de un pollo. Para nosotros la muerte es normal, bailamos y celebramos la muerte. Podrías aparecer muerto por la mañana en el cuarto y nadie diría nada, la policía no haría nada, porque aquí ellos no son nadie, como tú. Yo no me fío de ti, ni de tu investigación, seguro serás otro gringo que viene a robar nuestros conocimientos y luego hacerte rico con ello.

No sirve de nada que le haga ver que está equivocado, que no vengo a robar nada sino a dar a conocer fuera la realidad de Arajuno y los kichwas. Que el racista es él, que es el único que está haciendo distinción de piel. Da igual que le demuestre que en España también tenemos cultura milenaria, naturaleza, sabiduría y grandes conocimientos. Tampoco sirve de nada que le explique que yo no tengo dinero, y que no por ser blanco y rubio y ojos azules o parecer gringo soy adinerado.Aunque le diga que el Inca era un imperio causante de la desaparición de cientos de culturas de Sudamérica, e incluso ellos, los kichwas, vinieron desde la sierra a la Amazonía desplazando y asimilando a otros pueblos como los záparas o los waorani.

Él suelta el discurso victimista y se va.

Mi cabeza orbita entre las amenazas y los datos importantes sobre esto que veo, ya que no será la última vez que escuche este discurso. Aquí hay mucha gente perdida, sin saber dónde está el problema que empieza por ellos, sin iniciativa para cambiar, inclinados a la discusión y escisión interna por afán de protagonismo o por corrupción de los dirigentes. Abocados al alcoholismo, afectados por un machismo virulento que les contamina el alma. Están asediados por la vida “exterior”. Se gastan el dinero en beber y en gasolina para dar vueltas y vueltas y vueltas por el pueblo y el bosque. Matan, saquean y ensucian la selva.

No encuentran a su enemigo y no comprenden que el mayor enemigo está dentro de su pecho.

Las sirenas de la Amazonía

La zoofilia entre grupos humanos muy apegados a la naturaleza no es algo que me sea extraño. En España podría hablarse del excesivo amor a sus animales de los cabreros, en Ecuador en su caso están los manabitas y su obsesión por perder la virginidad con una burra. Pero el caso más extraordinario que escuché jamás es el del pueblo Cofán y los delfines rosados.

He escuchado varías versiones de esta historia, al parecer totalmente verdad. Para los cofanes copular con los delfines rosados es una delicia, para ellos mejor que la mujer. Cuando un miembro de la comunidad tiene ganas de estar con uno de estos animales los buscan en el río y se tiran a él alocadamente, tanto es el placer que encuentran en la unión. Una de las versiones que me han comentado es que los delfines segregan un líquido que duermen al hombre profundamente y luego lo arrastran río abajo y se lo ofrecen a las boas, para que estas puedan devorarlos a placer. Al parecer un ritual simbiótico entre especies. Por esta razón los hombres tienen que ir acompañados de otros hombres que lo agarren al terminar para que el delfín no lo secuestre.

Otra versión dice que los propios delfines en celo suben a las canoas y muestran sus órganos sexuales a los hombres, ofreciéndoles ese placer mortal. Y es allí en la canoa donde mantienen las relaciones. En esta versión los hombres caen profundamente dormidos para no despertar jamás. Por eso, otros hombres tienen que ir pegándole latigazos en la espalda para que no caiga para siempre en la inconsciencia, durante el coito.

Para los cofán estos delfines son sirenas, animales precioso que superan en belleza y placer a cualquier mujer existente. Para los cofán, son regalos del río de la misma naturaleza que el bosque, bello y peligroso.

El indio muerto

El coche rebota entre las piedras de un camino tortuoso, la selva corre alrededor acariciando los cristales. Es temprano y la resaca de chicha del día anterior aún resuena en mi estómago. Mis acompañantes ríen y charlan mientras yo dormito contra el cristal. Vamos directos a una comunidad shuar a las orillas del río Pastaza.

De pronto pego el oído a la conversación. Narra el conductor que teniendo una vez prisa para salir de una comunidad, ya que le iba a alcanzar la noche en el bosque, le pidieron de llevar a un chico enfermo en el cajón de la camioneta. Accedió a regañadientes y salió disparado para el hospital. Justo antes de llegar le gritaron que parara, que el indio había muerto. El hombre sorprendido miró detrás y así era.

Todos en el coche reían, al parecer era una historia verídica pero divertida. Y en ese momento recuerdo las amenazas que recibí el primer día en el pueblo, donde me explicaron que la vida de una persona para los kichwas no vale más que la de un pollo.