domingo, 21 de agosto de 2011

Hemingway, el muy cabrón

Por avatares de la vida, que es caprichosa y juguetona, tengo gran parte de lo que soy lejos de aquí, esperándome para completarme. Estoy pasando varios días en el interior del Oglán, lejos de todo. Me acomodo en la hamaca, balanceándome tranquilamente mientras la selva canta alrededor mío, el murmullo del río refresca mis oídos y yo dormito tranquilo.

Me asalta su rostro en la oscuridad de mis párpados, vivo sus caricias, sus palabras amables, su carita benevolente rebosante de inteligencia. Y abro los ojos maldiciendo la vida, la distancia, el orden de las cosas y el maldito tiempo libre que te acecha en cada esquina de este lugar tan lejos de los tiempos del mundo.

Para despejarme y no pensar en mi vuelta a Europa y reencontrar la parte de mí que olvidé allí, cojo uno de los libros que traje al bosque para devorar en los momentos de ociosidad. Es “Adiós a las Armas” de Ernest Hemingway, donde narra sus desventuras en el ejército italiano durante la Primera Guerra Mundial y su historia de amor con una enfermera inglesa. Y lo describe todo, la belleza de la Lombardía, de su encanto, de cómo nace el amor allí, casi sin querer, entre el estruendo del mundo estallando sin sentido a su alrededor.

Y es leyendo esas líneas que sé que ha pasado, y es que esa parte olvidada de mi es lo que siempre quise, lo que siempre deseé. Ya lo amaba antes incluso de tener conciencia de ello, ya estaba enamorado desde siempre, pero nunca supe su nombre, nunca su rostro y ahora lo había encontrado.

Entonces miré la portada del libro donde una enfermera besa a un soldado herido y pensé.

- ¿Tú también Hemingway, hijo mío?

Pues sí, había sido él. Hemingway, el muy cabrón.

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